sábado

Náufrago en Mis Muertes





En principio, la muerte no me produce ningún vacío. Sobreviene a cada muerte un instante de indeterminación. No hay rabia ni dolor, ni paz ni satisfacción. No siento nada. Frente a cada muerte, me sumerjo en un estadio en el que mi mente sabe exactamente lo que tiene que hacer: nada; sólo que no me lo dice, actua independiente. Autómata.

Fue así cuando murió mi abuelo en su casa de bareque en medio del campo. Me quedé observándolo tendido sobre una plataforma improvisada con las tablas de su cama, rodeado de flores enfrascadas en recipientes de mayonesa y una venda blanca anudada a la cabeza asegurándole la mandíbula para que no abriera la boca, como si lo persiguiera más allá de la muerte el dolor de una muela desenraizándose.

Lo vi y me preocupó la estética, el paisaje, el escenario. La luz de día entrada a cuchilladas por la pared de barro seco y mierda de vaca amasada; Nadie hablaba; no habían rezos ni oraciones; no había muerte en ese lugar, a pesar del silencio sepulcral y las velas y las flores. Entré a su lecho de muerte como caminando hacia el pasaje de un cuento folclórico, una crónica mágica haciendo parte de un verso perdido en el rincón de algún periódico maravilloso, leído por algún lector lejano que atravesó ríos y barrizales para comprar un aguacate que le fue envuelto en una hoja de periódico y se encontró la historia ahí, en esa matriz de papel arrugado donde maduró su aguacate.

No lloré hasta que le toqué la panza y le nadaron por dentro las entrañas . Entonces comencé a llorar por compromiso, porque estaba bien visto, por cumplir… y así el llanto fue viniendo natural, invitado por una convención social. Luego me asfixió y me vi sentado en el marco de una puerta de guadua ahogado en mocos y lágrimas empolvadas, con la cara sucia y machucada, rodeado de pollos, gallinas y guaduales.


Fue así cuando murió mi abuela. Había llegado a la clínica con vida unos minutos antes; había muerto ya en la ambulancia una hora antes, reanimada, vuelto a la vida minutos después; había dejado de tragar por su cuenta semanas atrás y había perdido la movilidad en medio cuerpo unos meses más joven. Antes ya había perdido la memoria, las ganas de salir, la costumbre de saber dónde estaba y quién la visitaba; la última vez que la recuerdo viva y entera había perdido la paciencia, pero nunca la fe ni la esperanza.

La víspera de su muerte salí detrás de la ambulancia en mi moto de batalla, corté calles y crucé luces rojas detrás de la sirena. El médico explicó que podríamos prolongarle la vida introduciendo un tubo por su tráquea e induciéndole respiración artificial hasta que soportara… sería doloroso. Mi padre y yo decidimos dejarla ir en paz, con calma. Mi padre fumó un cigarro afuera y yo le hablaba a él, como si la muerte fuera un hábito, un ejercicio rutinario. Llamamos a mi hermano para que viniera. Esperamos los tres afuera, en la sala de espera.

Alcancé a ver al doctor cuando le abrió un ojo a la abuela y le colocó un dedo en el centro de la pupila y presionó con fuerza. La abuela no se inmutó. No sentí miedo ni dolor ni angustia ni desespero. Ni tranquilidad por el frescor de la abuela. Me dirigí a la puerta y le dije a mi papá: ya pasó.

Entonces mi padre se desmoronó. Lloró como un niño y me abrazó; y por la fuerza de sus lágrimas vinieron las mías, y me fui apagando y me ahogué sereno. Me asfixié en un abrazo con mi papá y mi hermano y fue ese mi último recuerdo.



Fue así cuando murió mi padre. No sé cómo murió. Alguien lo encontró con la cara bañada en sangre sobre la cama donde mi abuela prolongó su muerte. El resto de su familia estaba del otro lado del Atlántico. Yo recibí la noticia en Tarragona, mientras celebraba mi despedida de España en las playas del mediterráneo; viajaría al día siguiente para volver a casa y reencontrarme con mi padre. Ese era el plan.

La llamada me tomó por sorpresa; Había tanta gente en la playa, no sabía que hacer, cómo actuar, como si nunca antes la muerte me hubiera jugado una mala pasada. Caminé un poco, me tiré a la arena y comencé a llorar, a llorar sin lágrimas, a llorar sin más, a llorar sin llanto.

Aquella noche era el festival de fuegos artificiales y el cielo se llenó de luces. Yo lo vi desde el balcón de casa. Descubrí que mis muertes son poéticas, que existe un cierto placer divino en conjugar mi vida con una suerte de tropos retóricos de la existencia. Intentaba comprender si esta vez era un sarcasmo, un cinismo, una alegoría, un teorema, una onomatopeya.


Podría decirse que mis muertes son diegéticas, imagéticas, extrapoladas. Así que no me pidas que te mire, que te abrace, que te llore, que te cante. Me iré de ti navegando en aguas de cobre y soledad, viajando hacia finisterras imaginadas, morada de cíclopes y ninfas ebrias y orgiásticas. Habré de dejar tu ausencia dislocada, de pie, digna, endemoniada. Habré de devolverte con mi huida el alma.

Julisterra


domingo

De Fuegos y Escorpiones




Cuando la pequeña Ana Sofía Sousa llegó a clases con una vela sin encender y se paró frente al tablero a contemplar la cara de estúpidos que tenían sus compañeros, el universo entero se paralizó esperando la opinión de la profesora.

-Que es eso, Ana?

-Es mi ser vivo. Pero aún no ha nacido.

Ana apagó la luz del salón, tomó una cerilla y la frotó contra el suelo de mármol en medio de un silencio preuniversal. Protegió la pequeña llama con su mano izquierda mientras con la otra llevaba el fueguito recién nacido hasta la mecha de la vela. Luego el big bang de carcajadas estalló en medio de la oscuridad y alborotó los gemidos de perros, conejos, gatos y ratones que sus demás compañeros habían llevado para cumplir con la tarea.

Una semana antes la profesora había explicado con infinito detalle las características de un ser vivo en su imposibilidad para definir lo que era. Había explicado que los seres vivos pueden ser animales, vegetales, hongos o bacterias, que se alimentan de nutrientes para crecer, reproducirse y luego morir, que nacen provenientes de uno o más seres con sus mismas características y que transforman todo lo que comen en nuevos nutrientes que luego son aprovechados por otros seres vivos para continuar viviendo.

Había explicado que algunos seres vivos tienen mecanismos tan complejos que les permiten defenderse de otros seres vivos para sobrevivir y otros poseían complejos sistemas de ataque para alimentarse de quienes se defendían.

A petición de las directivas, la profesora y sus estudiantes habían dibujado perros, ordeñado vacas, regado plantas, cultivado hongos; habían seguido paso a paso el proceso de un frijol hasta convertirse en flor, detallando las raíces enredadas en un algodón dentro de un frasco transparente. Algunos más inquietos habían ahogado ratones en estanques de invierno y luego habían puesto sus cadáveres sobre los puestos de las niñas haciéndolas gritar y saltar ante la burla de todo el curso; habían secuestrado sapos, se habían deleitado durante horas con la agonía de los peces fuera del estanque, viéndolos saltar y succionar aire hasta perder el color y sacrificarse en pro del aprendizaje infantil y el significado de la vida a través de la muerte.

Todos habían entendido qué era la vida. Todos menos Ana, quien seguía sin decidirse qué ser vivo  llevar para la clase de biología del lunes en la mañana. Finalmente, el domingo en la mañana, Ana descubrió un animal extraño que le había llamado la atención. Estaba sentada en el muelle del lago contemplando el reflejo de la sierra en el espejo de agua cuando Nicolás la sorprendió por detrás. Llevaba un par de escorpiones encerrados en un vaso y una botella de alcohol a medio vaciar en la otra mano.

-He conseguido un animal que podrías llevar mañana. Dijo sin saludar. -Pero debes tener cuidado, puede matar un ejercito de ballenas con el aguijón de la cola. Se llama esporpión.

-Esporqué?

-Esporpión! Como el del zodíaco pero con “p”. Me lo ha dicho Camilo que está en quinto.

Ana observó los escorpiones en guardia encerrados en el calabozo de cristal, la cola erecta como una antena dispuestos a matar a la primera ballena que se atravesara. Hacían una danza magistral con ínfulas de ritual de apareamiento. Nicolás extrajo uno con cuidado y tapó el otro con el vaso de cristal boca abajo.

-Y qué hace el esporpión? -preguntó Ana mientras Nicolás dibujaba un círculo de alcohol al rededor del animal.

-Nace, crece, se reproduce... y muere.

Nicolás encendió una cerilla y convirtió el círculo de alcohol en un círculo de fuego. El aguijón del escorpión se levantó y se clavó de inmediato en su espalda, inyectándose el veneno destinado al ejército de ballenas. Ana contempló absorta el suicidio del escorpión y su posterior incineración. Nicolás musitaba una sonrisa pícara ante la sorpresa de Ana y el ritual fúnebre del gladiador arácnido. Luego tomó el vaso de cristal y ahogó el fuego tan rápido como pudo, para luego volver a capturar el escorpión sobreviviente y entregarlo a Ana como trofeo por su valentía.

-Puedes quedártelo. Yo llevaré una hormiga y una termita, las he visto luchar en ejércitos que cuentan con varios miles de millares.

Ana no daba crédito a lo visto. Más allá de la dignidad del escorpión, quien prefirió morir antes que ser asesinado, le llamó la atención la mezquindad del fuego, un animal capaz de forzar al suicidio a un asesino de ballenas pero incapaz de sobrevivir a unas cuantas gotas de agua que pueden asfixiarlo.


-Silencio! -gritó la maestra para callar a niños y animales, indistintamente mezclados frente al experimento de Ana. -Una vela encendida no es un ser vivo, Ana.

-Usted nos dijo que los seres vivos nacían, se reproducían y morían, que se alimentaban de otros animales para poder vivir y que hacían cosas para sobrevivir o para comerse a otros… Yo lo vi ayer comiéndose a un esporpión.

La clase entera estalló en risas de nuevo. Esta vez una gallina revoloteó por el salón y se comió un grillo que se había fugado de una bolsa de papel.


-Y tu llamita hace todo eso? -preguntó la maestra en tono provocativo.

-Acaba de nacer, señorita. -respondió Anita inocente. Luego dejó caer la vela sobre el piso y una llama delgada caminó discreta hacia fuera del salón de clases.

De repente, como una estampida de búfalos endemoniados se apoderó del aula un sofoco incandescente que penetraba por las ventanas. Los animales se dieron a la fuga abandonando a niños y profesores en medio de un rugido seco de felino ahogado. Las llamas bramaban consumiendo todo a su paso. La profesora imploraba calma e intentaba evacuar a los niños por alguna salida posible, pero el fuego había hecho del recinto una jaula sin salida con las bestias adentro.

Sin saberlo, la clase entera habría alimentado el fuego de Anita hasta convertirlo en un animal feroz, hambriento de venganza, cargado de odio, entrenado para devorar. Cada insulto contra la niña tierna de la clase era una galleta de la suerte para su animal furtivo. Aquella bestia no tuvo compasión al despresar cada pupitre, cada cuaderno, cada taja-lápiz, cada esfero, cada niño…

En silencio, encerrada en la urna de fuego que había diseñado, la propia Ana disfrutó convertirse en bocado del animal que ella misma parió; como aquel escorpión que clavó su aguijón en su espalda dignamente, prefiriendo morir por sus propio veneno antes que ser asesinado. 


jueves

Picadillo de Flor

Cortico, para antes del desayuno.


Picadillo de Flor





Remojo en versos un picadillo de flor.
Siento  los pétalos desteñirse,
el zumo prepararse,
el agua hervirse...

Bebo despacio la infusión,
veneno y antídoto contra el dolor,
secretos de humo sabor a carbón.

Lleno mi boca de labiales olvidados,
de miradas al silencio,
de un te veo luego, de un cabello en el jabón.

Entonces el jarabe cae como un gato cuesta abajo,
línea recta contra el agua,
arañando el tubo estrecho que es ahora mi garganta.

Mientras tanto te despides:
un portazo a mis espaldas,
taconazos en pentagrama,
un vestido rojo cruzando carretera a través de la ventana.

Y yo digiero mis palabras remojadas en picadillo de flor.



Julián Espinosa

miércoles

Dedos de Gitana

Después de casi cuatro años sin publicar nada, retomo la escritura en este blog bastardo que parí algún día.

Hoy, dedos de Gitana.


Dedos de Gitana


De aquí a la melancolía no hay sino dos pasos. El primero se da despacio, quizás con temor, con algo de vergüenza en ocasiones. El primer paso es suave y delicado, largo. Prolongado. Uno se queda pensando del otro lado de la melancolía (que no es la felicidad) si poner el pie al frente o permanecer en ese espacio intermedio, en ese lugar que no se sabe donde es...

El primer paso es inconsciente, insensible, déspota, arrogante. El primer paso es de piedra, de imagen, de absoluta incertidumbre. El primer paso está dado y tú ni te enteras.

El segundo paso es más consciente y decisivo. Responsabilidad propia. Dedicado a la espera. El segundo paso es moverse, no esperar el giro del mundo bajo los pies. El segundo paso es irreversible.

Camino por la palma de tu mano, por esa topografía árida que es la palma de tu mano. Junto a mí camina un dedo de gitana, lo veo pasar por mi costado dibujando líneas que ya existen, como quien dibuja la boca de una maga.

Con la espalda desnuda recuesto mi humanidad contra la zona lumbar de tu mano, esa montaña de carne tierna que antecede el pulgar. Desde ahí presencio la danza de  anillos de gitana, las uñas largas y amarillas desprendiéndose de unos dedos ahumados con olor de eucalipto. Desde ahí, aposentado en la grieta de tu vida, escucho las palabras que la profeta lanza sobre tu destino. Me levanto y voy hasta ella, el dedo temblando frente a mí, enterrado en tu piel, infiriendo mi presencia. Entonces arrastro el pie sobre la palma de tu mano y borro las líneas que hace un momento habían, y dibujo otras, reconstruyo tu vida.

Algo pasa, dice la gitana. Sabe que hay un otro que lucha contra ella y se siente confundida. Y hasta ahora tú no existes, no eres más que el campo de batalla donde se encuentran el destino y mi arrogancia, mi necesidad de no olvidarte, el deseo de que no me olvides.

Entonces me refugio en las falanges de tus dedos. Nunca vi una gitana leer el índice, explorar el anular, recorrer en espiral la punta del pulgar. La gitana vuelve a la palma de tu mano y yo bajo de nuevo a reconstruir tu geografía, agregando nuevas líneas y borrando fronteras, diciéndome a mí mismo que el universo en el que habito es mi destino, no el tuyo.

Voy de nuevo hasta el pulgar y salto al índice, reconozco en esas huellas el reflejo de tu piel y no el mío. Y soy yo quien ya no entiende, y soy yo quien ahora muere. Me busco entre las líneas espirales de tus huellas, tus dedos no han gravado mi presencia, no recuerdan sus paseos noctámbulos recorriéndome, desnudándome, abrazándome, abrasándome...

Son mis dedos y no los tuyos los que lee la gitana. Son tus pies y no los míos los que borran el destino. Y la gitana me mira a los ojos, sujeta mi mano con la suya y apoya su dedo sobre el centro de mi palma. Y te veo caminar desnuda junto a su uña en punta, sobre la línea de mi alma, junto a la montaña de carne áspera sobre la que esperabas.

Y la gitana no te ve.
Y te refugias en mi brazo ya cansada de mis dedos.
Y mi palma va sin líneas que presagien tu presencia.
Y mi mano se cierra bajo el abrigo de una mano anillada.

Su destino es incierto, dice la gitana. Y alcanzo a ver tu cuerpo colgando de su anillo mientras se aleja dejándome embadurnado en eucalipto.

lunes

Las Muelas de Tarantino







Decidí, pues, dejar de pagar el precio de las cordales en pequeñas cuotas de mordiscos diarios y cancelarlas de contado en una sola cuota. Visité el odontólogo con la firme intención de zafarme de ese mal.


Me tumbé sobre la camilla de torturas. Abrí la boca convencido de mi hazaña, soportando sin mayor dolor la invasión de la anestesia local en las encías y el paladar. Me habían dicho que la primera cordal salía con facilidad; dos, tres giros con las pinzas y afuera: un espécimen brontosauriezco que no habría alcanzado a cerrar sus tenazas dentro de la encía. Lo que me esperaba no era ni similar al mito de la primera cordal; en cuanto abrí la boca, ella estaba ahí, con su risa inherente a su condición de muela.


El doctor, hasta entonces amigo cordial, sujetó con fuerza la parte expuesta de la muela y la giró una, dos, cinco, nueve veces; la sacudió hacia arriba y hacia abajo, acomodó sus pinzas sobre mi labio inferior e hizo palanca para desenraizarla. La muy oronda seguía riéndose en mis adentros y el doctor empezaba a sudar.


-Vas a sentir fuerza, pero no dolor -dijo. Ahora no sé si el comentario era una especie de complicidad con mi muela burlona o una anticipación de su perfil psicópata y mentiroso. Tomó un instrumento como la cierra eléctrica de los elfos y lo presionó sobre la muela. Los trozos de polvo blanco se estrellaban contra su careta ensangrentada y un sabor amargo se me escurría por la garganta. Yo pataleaba en la silla de torturas y recordaba los presos políticos del holocausto mencionados por mi padre en sus conversaciones clandestinas con mi tío; pensé en Hitler como una víctima del odontólogo, que para infortunio de la raza tuvo que haber sido judío y haber jodido a todos los demás que se cruzaran en su camino; para entonces yo no entendía muy bien el cuento de las guerras y me parecía una causa más seria el deseo de venganza contra un odontólogo por una muela mal sacada que la pureza de una raza.


El doctor tomó unas pinzas más precisas y extrajo una pequeña partícula de hueso esmaltado y ensangrentado. –Tienes buen calcio en los dientes–dijo. Entonces pensé en mi madre y en el cepillo y la crema de dientes. Si no hubiera ingerido toda la leche que se me obligó a tragar mis dientes serían una astilla débil y fácil de arrancar; si el cepillo de dientes no hubiera estado dentro de mi boca puntual después de cada comida, a lo mejor las cordales ni hubieran crecido y estaría en mi casa tomándome un té con mis amigos judíos.


Antes de tener tiempo de condenar mi alma maldiciendo la leche, el cepillo y la crema dental, el doctor volvió a introducir la pequeña cierra eléctrica y serruchó la muela sin penetrar más allá de la corteza; mi pie saltó por un reflejo automático y todo el instrumental quirúrgico se fue al suelo. Yo pensé en tomar el bisturí y ponerlo sobre el cuello del doctor o de alguna de las enfermera; quizás la hermosa recepcionista que me recibió el carnet tenga más relevancia frente a las cámaras de televisión; el plan después de secuestrar a los rehenes consistiría en solicitar un helicóptero piloteado por un guerrillero con rumbo a Cuba, donde un gobierno socialista me pusiera en igualdad de condiciones con el odontólogo y yo pudiera acostarlo en su propia camilla y extraerle una a una las muelas que le quedaran, utilizando métodos algo más rudimentarios; seguro que mi idea era más sensata que tirarse en ristre contra la raza entera del odontólogo, ¿Qué culpa tiene la raza de haber parido un representante odontólogo?


Ante una mirada cómplice del doctor, un par de enfermeras me sujetaron por los hombros como si hubieran adivinado mis intenciones psicópatas. El doctor sujetó mi mandíbula inferior con una pinza de aluminio y la superior con todos los dedos de su mano enguantada, aplastó su rodilla sobre mi estómago y escuché sus maldiciones mentales como gritos vociferantes que no atemorizaron mi muela despedazada. Las enfermeras me sujetaron a la camilla de torturas con cintas de esparadrapo y metros de gasa; yo era una momia sin embalsamar a punto de vomitar las entrañas por una muela que se negaba a salir. A mi alrededor se amontonaban las miradas curiosas de la recepcionista, los doctores, los enfermeros y los demás pacientes, vivos y muertos porque mi condición de momia adolorida me ponía de ambos lados al mismo tiempo.


Un “crack” silenció todos los esfuerzos y un frío de ultratumba me entró por la muela y se me alojó en la corteza cerebral. En medio de ese silencio cómplice se contorsionaron las caras que se asomaban una a una adentro de mi humanidad; imaginé que ya no era una momia sino un ataúd con la boca abierta al que los deudos se asoman para visitar por última vez al muerto. No descansé.


-Vamos a tener que rajarte. –dijo el doctor mientras levantaba la muela fracturada que había decidido dejar sus raíces enclavadas en mi encía. Se me desorbitaron los ojos cuando el bisturí entró por la boca del ataúd y despertó el muerto que llevaba adentro. Un grito congelado se desprendió de mi garganta y atravesó la lengua en el camino del bisturí; mi grito se silenció… o se ahogó en sí mismo, no sé. Afuera, el grito se había propagado como un virus infectando a los demás niños en la sala de espera. Imaginé a la secretaria amordazándolos con cintas y gasas y deseando estar secuestrada en Cuba bajo las órdenes de un niño psicópata pero a salvo del resto de la infancia histérica gritando en su sala de espera.


El doctor apartó mi lengua con una paleta de madera y soportó la hemorragia sobre su careta por el eterno segundo que duró la incisión quirúrgica. Luego introdujo su pinza milimétrica y retiró la primera raíz, que se doblaba como una uña de bruja dentro de mi encía; siguió halando y arrastró las otras dos raíces, amarradas a la primera por un delgado hilo elástico que el doctor identificó como “el nervio”.


Ves, eso era todo. –Exclamó el doctor mientras asomaba sus esmaltados dientes blancos por la ventana de sus labios entreabiertos.


Al salir, mi mamá me esperaba sentada en una sala llena de niños incomprensiblemente plácidos, recostados en el regazo de sus madres. Ninguno de ellos alcanzaba a sospechar en mi mirada la tortura a la que serían sometidos, como no lo sospeché yo con el niño que me precedió.


-Ya no volverá a morderse, hasta que le salgan las cordales y tenga que volver. –amenazó el doctor.


-¿cómo así, no eran las cordales? –preguntó mi madre.


-No. –y volvió a asomar la dentadura que yo memorizaba para destrozarla en mi próxima visita.


–A su edad no salen las cordales, sólo era una muelita de leche mal acomodada.


Yo miré a la secretaria y ella me sonrió; ya no tenía la cara contorsionada y parecía más bien amable. Memoricé su cara, la del doctor, los pasillos, las salidas de emergencia, la ubicación de los baños… En silencio, empecé a planear la toma del consultorio odontológico que ejecutaría cuando me empezaran a salir las cordales.


Julián Espinosa

Piel de Papel

La vio desnuda sobre las sábanas de la habitación a oscuras y le pareció que estaba arropada con el frío.

No temblaba, no respiraba entrecortado ni chasqueaba los dientes. No tenía los músculos rígidos ni la piel pálida, pero la vio tan profundamente desnuda que le pareció que se había echado encima un edredón de frío.

Con delicadeza hizo que sus dedos patinaran sobre ese lago helado que era su humanidad. Sólo entonces supo que ardía por dentro.

Mirame. –dijo él.

Ella abrió los ojos y él confirmó su hipótesis. Un aro de cobre se asomó en su mirada encendiéndose como una caldera, derritiendo el hielo. El patinador se desgonzó y cayó de palmo sobre sus senos erguidos. Entonces las pieles olvidaron el frío.

-Recapitulemos, ¿te parece?

-Me parece- contestó ella.

Él reconstruyó una historia que no merece ser contada. Sólo un poco de realidad acompañaba su relato: los nombres, los actos, las fechas… todas las configuraciones de lo real tomaban un carácter de documento, de informe investigativo. Pero en el ambiente flotaba una extraña sensación de historia incompleta. Parte del relato se hacía intangible, intraducible en palabras.

Dejó caer los labios sobre sus senos y los encontró blandos. La relación de forma y textura le pareció incongruente; besaba un bloque de hielo blando y delicado. Cosas de la literatura. Por un momento pensó que no existían, ni él ni ella, y se sintió escrito en la piel de un libro discretamente escondido en el rincón de una biblioteca junto a la chimenea.

-Sos de papel. ¿Sabías?

-¿De papel?

-Sí, sos de origami.

Finalizó la frase mordiéndole el pezón, doblando el papel hasta construir una cúspide para instalar su lengua. La cúspide se erigió desde adentro y emergió un vaho que ruborizó la piel de su cuerpo. Se deshizo en su memoria el viento.

Lamió la figura en origami y en su mente desapareció otro recuerdo. Confirmó que no existía, no era más que el personaje de una irrealidad. Su existencia se alojaba en esa piel de papel que lamía… Lamió de nuevo y desapareció su nombre. También una ecuación matemática. Luego las líneas del último poema de Cortázar, inolvidables hasta entonces.

Con placer, con una agonía satisfactoria, devoró los capítulos de su historia y pereció al lado de una piel en blanco que algún día lo contuvo, en la que algún día se encontró bajo el abrigo de un edredón de frío.

Remolinos de la Espera

Obra: Ana Ruiz Luque.


Cuando Aníbal Salamanca se trepó a lo alto del Monumento a la Espera en la plaza central del pueblo, la gente pensó que por fin tendría a quien homenajear y hacerle misas los fines de semana.

Era lo más alto que alguien de Remolinos pudiera haber estado después de la construcción del monumento. Desde la torre sin busto se podía ver todo el pueblo: doce manzanas y cinco calles arremolinadas al rededor de una plaza sin nombre, una iglesia donde nunca hubo cura y un cabaret que hacía las veces de alcaldía local donde se tomaban las decisiones más importantes. Las cinco calles en espiral y el vacío de figura importante en la plaza central le daban el nombre al pueblo: Remolinos.

El Monumento a la Espera fue una estrategia de los fundadores para llamar la atención del Estado. Una torre alta fue construida con piedra, barro, oro, plata, madera, vidrio, cobre, lana, algodón y cualquier otro material del que estuviera hecho el valor simbólico. La torre sería el soporte del busto del personaje más importante del pueblo, alguien que fuera capaz de sacarlo a flote y mostrarlo ante el país.

Laureano, padre de Aníbal y quien por ese entonces era el personaje más reconocido del pueblo por sus ideas liberales, tuvo la idea de hacer una torre con los objetos más valiosos de cada persona. Así que se pasó de casa en casa recogiendo relojes de plata, cadenas de oro, adornos en vidrio, prendas de vestir, trompos, valeros, chupetas, víergenes, crucifijos y todo aquello que significara algo para su dueño.

Durante la construcción de la torre los objetos eran incrustados en la mezcla de barro, piedra y boñiga a fuerza de golpes y empujones, mientras el pueblo entero observaba cómo se levantaba el monumento sobre la semilla de un árbol que nunca creció. De las paredes de la columna se asomaban juguetes, joyas, prendas y demás, pero los remolinenses veía en ellos el recuerdo de los abuelos muertos o de la infancia ida, la esperanza de un viaje a la capital, la evidencia de los hijos bastardos y demás sentimienstos íntimos. Nadie se quedó sin poner su objeto de valor en la construcción de la torre; Caicedo, el mendigo del pueblo, dijo no tener más que un par de manos sucias que estiraba para pedir limosna; aún así se cortó las uñas, las puso en una cajita de cobre que encontró en el suelo y él mismo la incrustó en la torre. La gente veía esto como una inversión que tendría sus frutos en el momento en que en lo alto de la torre estuviera el busto del mecías del pueblo y todo el mundo supiera que se apoyaba sobre su historia.


Cuando Aníbal trepó por la torre vio la caja con las uñas del viejo que ya había muerto hace varios años, pero no quiso apoyarse en ella para subir; prefirió buscar su trompo, incrustado por su padre ante la negativa del niño de abandonar su único juguete, puso un pie en él y siguió rumbo a la cima.

-Aníbal, usted está muy viejo. ¡Bájese de allá! –Le gritaba la gente desde abajo –Vea que se va a matar.

Aníbal no decía nada y seguía trepando con la señal de tránsito amarrada a la cintura. La gente del pueblo seguía murmurando a gritos lo que habría de pasar.

-Aníbal se va a matar, de este va a ser el busto en la esperadera. Pero quién se va a trepar a ponerlo después de esto, ¡Si eso va a ser tierra santa!

-Aníbal, si quiere le hacemos el busto a usted, pero no se vaya a tirar. ¡Bájese de allá, hombre!


Sacar a Remolinos del anonimato era una buena intensión, pero la idea de ser expuestos en la figura de un busto parecía un sueño muy alto para los remolinences. Todos los niños pasaban al lado del monumento pero ninguno veía su figura ahí; les habían inculcado un respeto por la autoridad en un pueblo donde la autoridad se hallaba afuera y era más grande que cualquier cosa que pudiera estar adentro; era un pueblo del que se había olvidado hasta el olvido, pues nunca nadie pudo olvidar para qué se había construido el monumento: para recordase que existen única y exclusivamente para sí mismos, para nadie más.

Los niños crecían y la cúspide de la torre permanecía vacía. La gente había empezado a identificar la torre como “la esperadera” hasta que la nana Sofía, la partera del pueblo, quiso ser algo más sofisticada y lo llamó “Monumento a la espera”.

-Hubiera sido mejor no tener esperanza –dijo la nana Sofía cuando murió Jacobo, el primer niño que ella recibió después de que la torre fue construida y sobre el que ella depositaba toda su confianza. Jacobo murió sin dejar de ser niño, pero había crecido lo suficiente como para considerar que sería el mecías que el pueblo esperaba.

–Es el único pueblo donde se celebra el dolor de esperar, ¡dónde se ha visto que se le levante un monumento a la espera!

Sofía tenía razón. Nadie en el pueblo había visto un monumento sin busto en otra parte del mundo, pero se debía básicamente a que la mayoría de los remolinences no conocía el resto del mundo.


Aníbal, quien a sus casi sesenta años ya había salido varias veces del pueblo y había tenido la oportunidad de estar una vez en la capital, era una autoridad suficiente para decir qué estaba bien y qué estaba mal. Sin embargo, aún no había podido sacarlo del anonimato puesto que fuera del pueblo realmente no era nadie; no era más que el vendedor ambulante de papa parda.

En uno de sus viajes a los pueblos vecinos, Aníbal se unió a una romería de gente estacionada frente a un radio en la mitad de la calle. Escuchó la historia de una niña con el lodo hasta el pecho, atorada en un almizcle de barro y sangre sin posibilidad de sobrevivir, parada sobre el cadáver de sus padres que murieron en la inundación de su pequeño pueblito. Aníbal no preguntó nada, se limitó a escuchar los comentarios de los oyentes aterrados que pensaban en la niña, en la gente que sobrevivió a la tragedia, en los perros sin amo y los cultivos sin cosecha.

El locutor anunció lo que sería la noticia que cambiaría la vida de Remolinos: varias veredas estaban en riesgo de desaparecer debido a la amenaza de nevados cercanos; la tragedia podría ocurrir en cualquier instante. Mencionó varios pueblos perfectamente desconocidos para la mayoría de quienes escuchaban la noticias, pero nítidos en la memoria de Aníbal; Remolinos era uno de ellos.

Aníbal tomó su carreta cargada de papa parda, le retiró la mezcla de pasto hervido y miel de purga al caballo y arrancó al galope para su pueblo. Una sola cosa lo detuvo en su loca carrera, una señal en la carretera: una tabla sin pintar con la figura de tres flechas circulares formando un remolino. Tomó la peinilla y cortó la guadua que la sostenía, echó la señal entre las papas y siguió al galope su camino atravesando la glorieta por el medio, pensando que dar la vuelta le podría quitar el tiempo que iría a necesitar luego.

Cuando Aníbal Salamanca llegó al pueblo el caballo cayó desplomado y él no hizo nada más que amarrarse la señal de tránsito a la cintura y treparse a lo alto del Monumento a la Espera. Al verlo, la gente pensó que por fin tendría a quien homenajear y hacerle misas los fines de semana.


Al llegar a la cima Aníbal quiso hablar, aprovechando que el pueblo entero se había reunido en la pequeña plaza, pero el cuerpo le pesaba y el cansancio lo obligó a sentarse un rato. Luego clavó en la punta de la torre la señal de flachas arremolinadas. Con eso aseguraba que aunque desapareciera el pueblo sería recordado por su nombre. Tendría que sentirse a salvo por estar en el lugar más alto del pueblo, pero le preocupaba también el hecho de que no hubiese espacio sino para él. No podía dejar que el resto del pueblo muriera. No sabía como empezar.

Explicó lo que escuchó en la radio, la niña que se estaba muriendo hundida hasta el pecho en los muertos de su pueblo, los perros sin amo, los niños con hambre, el pueblo desconocido de Armero que ahora ganaba fama… la amenaza de Remolinos.

-Tienen que irse- exclamó Aníbal con un grito que recorrió las calles y retornó al centro de la plaza. Después de un silencio, el pueblo entero entró en caos. Desde arriba, Aníbal veía cómo la gente se alborotaba y sacaba las cosas de sus casas, cómo corría desesperada sin saber para donde.

-¿Y usted? ¿Cómo se va a quedar allá trepado? –preguntó una voz que Aníbal identificó como la de José, el zapatero.


-Pasarán por mí. Yo escuché que rescataban a la gente en lanchas y aparatos que volaban. El agua no va a llegar hasta acá, esto es muy alto.

-¿Y si no vienen?

-Me echo a nadar al río. Algún pedacito de tierra me tengo que encontrar.

-Aníbal, yo me llevo su caballo. -Gritó la nana Sofía para tranquilizar al viejo.

-Cuídemelo mucho, no me lo vaya a dejar morir.

Y así, cada quien sacó lo que pudo y prendió carrera con destino incierto. Aníbal pudo ver cada casa desocupándose, escuchar el llanto de los niños, el ladrido de los perros. Algunas personas pasaban junto a la esperadera y se despedían por última vez de sus objetos preciados, otros alentaban a Aníbal para que tuviera fuerza en la espera; los muchachos jóvenes lanzaban panes y frutas para que Aníbal tuviera de reserva mientras esperaba, pero él solo alcanzó a coger unas cuantas papas y una naranja con una mano mientras con la otra se aferraba a la señal de Remolinos.

En medio de su desesperación y de la romería del pueblo, Aníbal -y a través de él la gente- pudo escuchar el río que crecía y se acercaba al pueblo: un bramido ensordecedor que parecía arrasar árboles, vacas, caballos, cultivos y que estaba dispuesto a arrasar con lo que se encontrara en las calles arremolinadas.


Al cabo de dos horas Aníbal ya no escuchaba a nadie. Tampoco escuchaba el río que se acercaba. En el pueblo sólo quedó un silbido por el remolino de viento que se formaba en la plazoleta central. Aníbal se recostó sobre la guadua de la señal que había clavado y se sentó sobre la historia del pueblo a esperar; esperar el río, la muerte, la avalancha… o esperar a hacerse piedra y convertirse en el busto que coronara el monumento a la espera.

miércoles

Microrelatos Oniricos


Descalza en el Camino Del Tren.


Al llegar a la estación encontré en el piso su tacón.

Tendrá una excusa para volver, lo que no tendrá es con qué.




El Vino y El Olvido


En la mesa la copa y sobre el sillón tu ausencia;

mis lágrimas reponen el vino que se seca.

Brindaremos cuando vuelvas,

volverás cuando lo beba.



La edad de los Tiempos

De la raíz de coral un mar de cenizas se desprende.

Canas grises emergen desde el cerebro.



Versos de Fuego

Gotas de fuego cruzan mis venas.

Si las corto quemaré mis versos

si las dejo encenderé mi aliento.

Es tarde, cenizas caen sobre el viento.


Julián Espinosa.

lunes

Antifaz de Versos y Secretos














Una palabra debe ser escrita en cada extremo del antifaz,

una palabra compuesta que pueda ser leida anudada o por separado;

que anudada le dé un sentido a cubrir el rostro con el trozo de un poema,

que desanudada sea como un descubrimiento,

una suerte de desnudez,

un acto de confianza que permita ver lo que hay detrás de él.



Luego, seguido a cada extremo del antifaz, debe tejerse una frase que termine en punta,

que vaya del extremo posterior de la cabeza hasta el entrecejo

y se junte con la misma frase en dirección contraria,

desde el entrecejo hasta el respaldo de los pensamientos,

pasando detrás de las orejas y enredándose en el cabello,

teninedo cuidado de no perder los puntos de las ies en la maraña de finas hebras que nacen en el cerebro…



Bordeando los pómulos y las mejillas, el contorno del antifaz debe tener un verso fuerte, contundente, capaz de soportar el peso de nuestra propia mirada.

Un conjunto de puntos puede desprenderse desde el último extremo,

donde descansa el lacrimal y nace la nariz,

a modo de lágrima indecisa y fugitiva que escapa desde el ojo semidesnudo…



Es preciso abandonar la idea de ocultar la mirada;

el antifaz ha de ser el instrumento para disimular el rubor,

para maquillar la identidad entre curiosos vigilantes,

para ser distintos entre quienes nos miran…

pero es también un elemento que, contrario a lo que reza la creencia popular,

intensifica la mirada y la convierte en una daga penetrante y seductora.

Nada más infuncional que un rostro de ojos cerrados adornado con la belleza de un antifaz; deja de ser ese rasgo característico de la personalidad

y se convierte en mero elmento decorativo.

Así que el antifaz debe tener un par de aberturas pronunciadas a la altura de los ojos,

con palabras esdrújulas como pestañas

(las agudas son muy cortas y las sobreesdrújulas serían cabellos en los ojos).



Por último y para quien prefiera no anudar un par de palabras que funcionarían por separado, una vara de caracteres orientale spodría tener la firmeza suficiente

para sujetar el antifaz con los dedos y sostenerlo sobre el rostro:

un Haiku que evoque la fortaleza de los sauces otoñales,

un secreto budista,

una columna de sabiduría oriental…



Este elemento dará al antifaz la virtud de retirarlo con un gesto inesperado

y dejar la piel de papel desnuda frente a la mirada atónita de quien aún, por cordura,

prefiere pasar la noche con un poema escrito sobre el rostro.



Julián Espinosa