En principio, la muerte no me produce ningún vacío.
Sobreviene a cada muerte un instante de indeterminación. No hay rabia ni
dolor, ni paz ni satisfacción. No siento nada. Frente a cada muerte, me sumerjo en un estadio en el que mi mente sabe exactamente lo que tiene que hacer: nada; sólo que no me lo dice, actua independiente. Autómata.
Fue así cuando murió mi abuelo en su casa de bareque en
medio del campo. Me quedé observándolo tendido sobre una plataforma improvisada
con las tablas de su cama, rodeado de flores enfrascadas en recipientes de mayonesa
y una venda blanca anudada a la cabeza asegurándole la mandíbula para que no abriera la boca, como si lo persiguiera más allá de la muerte el dolor de una muela desenraizándose.
Lo vi y me preocupó la estética, el paisaje, el escenario.
La luz de día entrada a cuchilladas por la pared de barro seco y mierda de vaca amasada; Nadie hablaba; no habían rezos ni oraciones; no había muerte en ese lugar, a pesar del silencio sepulcral y las velas y las flores. Entré a su lecho de muerte como caminando hacia el pasaje de un cuento
folclórico, una crónica mágica haciendo parte de un verso perdido en el rincón de algún periódico
maravilloso, leído por algún lector lejano que atravesó ríos y barrizales para
comprar un aguacate que le fue envuelto en una hoja de periódico y se encontró
la historia ahí, en esa matriz de papel arrugado donde maduró su aguacate.
No lloré hasta que le toqué la panza y le nadaron por dentro las
entrañas .
Entonces comencé a llorar por compromiso, porque estaba bien visto, por
cumplir… y así el llanto fue viniendo natural, invitado por una convención
social. Luego me asfixió y me vi sentado en el marco de una puerta de guadua
ahogado en mocos y lágrimas empolvadas, con la cara sucia y machucada, rodeado de pollos, gallinas y guaduales.
Fue así cuando murió mi abuela. Había llegado a la clínica
con vida unos minutos antes; había muerto ya en la ambulancia una hora antes,
reanimada, vuelto a la vida minutos después; había dejado de tragar por su
cuenta semanas atrás y había perdido la movilidad en medio cuerpo unos meses más joven. Antes ya había perdido la memoria, las ganas de salir, la costumbre de
saber dónde estaba y quién la visitaba; la última vez que la recuerdo viva y
entera había perdido la paciencia, pero nunca la fe ni la esperanza.
La víspera de su muerte salí detrás de la ambulancia en mi
moto de batalla, corté calles y crucé luces rojas detrás de la sirena. El
médico explicó que podríamos prolongarle la vida introduciendo un tubo por su
tráquea e induciéndole respiración artificial hasta que soportara… sería
doloroso. Mi padre y yo decidimos dejarla ir en paz, con calma. Mi padre fumó
un cigarro afuera y yo le hablaba a él, como si la muerte fuera un hábito, un
ejercicio rutinario. Llamamos a mi hermano para que viniera. Esperamos los tres
afuera, en la sala de espera.
Alcancé a ver al doctor cuando le abrió un ojo a la abuela y
le colocó un dedo en el centro de la pupila y presionó con fuerza. La abuela no
se inmutó. No sentí miedo ni dolor ni angustia ni desespero. Ni tranquilidad
por el frescor de la abuela. Me dirigí a la puerta y le dije a mi papá: ya
pasó.
Entonces mi padre se desmoronó. Lloró como un niño y me
abrazó; y por la fuerza de sus lágrimas vinieron las mías, y me fui apagando y
me ahogué sereno. Me asfixié en un abrazo con mi papá y mi hermano y fue ese mi
último recuerdo.
Fue así cuando murió mi padre. No sé cómo murió. Alguien lo
encontró con la cara bañada en sangre sobre la cama donde mi abuela prolongó su
muerte. El resto de su familia estaba del otro lado del Atlántico. Yo
recibí la noticia en Tarragona, mientras celebraba mi despedida de España en
las playas del mediterráneo; viajaría al día siguiente para volver a casa y
reencontrarme con mi padre. Ese era el plan.
La llamada me tomó por sorpresa; Había tanta gente en la
playa, no sabía que hacer, cómo actuar, como si nunca antes la muerte me
hubiera jugado una mala pasada. Caminé un poco, me tiré a la arena y comencé a
llorar, a llorar sin lágrimas, a llorar sin más, a llorar sin llanto.
Aquella noche era el festival de fuegos artificiales y el
cielo se llenó de luces. Yo lo vi desde el balcón de casa. Descubrí que mis
muertes son poéticas, que existe un cierto placer divino en conjugar mi vida con una suerte de tropos retóricos de la
existencia. Intentaba comprender si esta vez era un sarcasmo, un cinismo, una alegoría,
un teorema, una onomatopeya.
Podría decirse que mis muertes son diegéticas, imagéticas,
extrapoladas. Así que no me pidas que te mire, que te abrace, que te llore, que
te cante. Me iré de ti navegando en aguas de cobre y soledad, viajando hacia finisterras imaginadas, morada de cíclopes y ninfas
ebrias y orgiásticas. Habré de dejar tu ausencia dislocada, de pie, digna,
endemoniada. Habré de devolverte con mi huida el alma.
Julisterra
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