domingo

De Fuegos y Escorpiones




Cuando la pequeña Ana Sofía Sousa llegó a clases con una vela sin encender y se paró frente al tablero a contemplar la cara de estúpidos que tenían sus compañeros, el universo entero se paralizó esperando la opinión de la profesora.

-Que es eso, Ana?

-Es mi ser vivo. Pero aún no ha nacido.

Ana apagó la luz del salón, tomó una cerilla y la frotó contra el suelo de mármol en medio de un silencio preuniversal. Protegió la pequeña llama con su mano izquierda mientras con la otra llevaba el fueguito recién nacido hasta la mecha de la vela. Luego el big bang de carcajadas estalló en medio de la oscuridad y alborotó los gemidos de perros, conejos, gatos y ratones que sus demás compañeros habían llevado para cumplir con la tarea.

Una semana antes la profesora había explicado con infinito detalle las características de un ser vivo en su imposibilidad para definir lo que era. Había explicado que los seres vivos pueden ser animales, vegetales, hongos o bacterias, que se alimentan de nutrientes para crecer, reproducirse y luego morir, que nacen provenientes de uno o más seres con sus mismas características y que transforman todo lo que comen en nuevos nutrientes que luego son aprovechados por otros seres vivos para continuar viviendo.

Había explicado que algunos seres vivos tienen mecanismos tan complejos que les permiten defenderse de otros seres vivos para sobrevivir y otros poseían complejos sistemas de ataque para alimentarse de quienes se defendían.

A petición de las directivas, la profesora y sus estudiantes habían dibujado perros, ordeñado vacas, regado plantas, cultivado hongos; habían seguido paso a paso el proceso de un frijol hasta convertirse en flor, detallando las raíces enredadas en un algodón dentro de un frasco transparente. Algunos más inquietos habían ahogado ratones en estanques de invierno y luego habían puesto sus cadáveres sobre los puestos de las niñas haciéndolas gritar y saltar ante la burla de todo el curso; habían secuestrado sapos, se habían deleitado durante horas con la agonía de los peces fuera del estanque, viéndolos saltar y succionar aire hasta perder el color y sacrificarse en pro del aprendizaje infantil y el significado de la vida a través de la muerte.

Todos habían entendido qué era la vida. Todos menos Ana, quien seguía sin decidirse qué ser vivo  llevar para la clase de biología del lunes en la mañana. Finalmente, el domingo en la mañana, Ana descubrió un animal extraño que le había llamado la atención. Estaba sentada en el muelle del lago contemplando el reflejo de la sierra en el espejo de agua cuando Nicolás la sorprendió por detrás. Llevaba un par de escorpiones encerrados en un vaso y una botella de alcohol a medio vaciar en la otra mano.

-He conseguido un animal que podrías llevar mañana. Dijo sin saludar. -Pero debes tener cuidado, puede matar un ejercito de ballenas con el aguijón de la cola. Se llama esporpión.

-Esporqué?

-Esporpión! Como el del zodíaco pero con “p”. Me lo ha dicho Camilo que está en quinto.

Ana observó los escorpiones en guardia encerrados en el calabozo de cristal, la cola erecta como una antena dispuestos a matar a la primera ballena que se atravesara. Hacían una danza magistral con ínfulas de ritual de apareamiento. Nicolás extrajo uno con cuidado y tapó el otro con el vaso de cristal boca abajo.

-Y qué hace el esporpión? -preguntó Ana mientras Nicolás dibujaba un círculo de alcohol al rededor del animal.

-Nace, crece, se reproduce... y muere.

Nicolás encendió una cerilla y convirtió el círculo de alcohol en un círculo de fuego. El aguijón del escorpión se levantó y se clavó de inmediato en su espalda, inyectándose el veneno destinado al ejército de ballenas. Ana contempló absorta el suicidio del escorpión y su posterior incineración. Nicolás musitaba una sonrisa pícara ante la sorpresa de Ana y el ritual fúnebre del gladiador arácnido. Luego tomó el vaso de cristal y ahogó el fuego tan rápido como pudo, para luego volver a capturar el escorpión sobreviviente y entregarlo a Ana como trofeo por su valentía.

-Puedes quedártelo. Yo llevaré una hormiga y una termita, las he visto luchar en ejércitos que cuentan con varios miles de millares.

Ana no daba crédito a lo visto. Más allá de la dignidad del escorpión, quien prefirió morir antes que ser asesinado, le llamó la atención la mezquindad del fuego, un animal capaz de forzar al suicidio a un asesino de ballenas pero incapaz de sobrevivir a unas cuantas gotas de agua que pueden asfixiarlo.


-Silencio! -gritó la maestra para callar a niños y animales, indistintamente mezclados frente al experimento de Ana. -Una vela encendida no es un ser vivo, Ana.

-Usted nos dijo que los seres vivos nacían, se reproducían y morían, que se alimentaban de otros animales para poder vivir y que hacían cosas para sobrevivir o para comerse a otros… Yo lo vi ayer comiéndose a un esporpión.

La clase entera estalló en risas de nuevo. Esta vez una gallina revoloteó por el salón y se comió un grillo que se había fugado de una bolsa de papel.


-Y tu llamita hace todo eso? -preguntó la maestra en tono provocativo.

-Acaba de nacer, señorita. -respondió Anita inocente. Luego dejó caer la vela sobre el piso y una llama delgada caminó discreta hacia fuera del salón de clases.

De repente, como una estampida de búfalos endemoniados se apoderó del aula un sofoco incandescente que penetraba por las ventanas. Los animales se dieron a la fuga abandonando a niños y profesores en medio de un rugido seco de felino ahogado. Las llamas bramaban consumiendo todo a su paso. La profesora imploraba calma e intentaba evacuar a los niños por alguna salida posible, pero el fuego había hecho del recinto una jaula sin salida con las bestias adentro.

Sin saberlo, la clase entera habría alimentado el fuego de Anita hasta convertirlo en un animal feroz, hambriento de venganza, cargado de odio, entrenado para devorar. Cada insulto contra la niña tierna de la clase era una galleta de la suerte para su animal furtivo. Aquella bestia no tuvo compasión al despresar cada pupitre, cada cuaderno, cada taja-lápiz, cada esfero, cada niño…

En silencio, encerrada en la urna de fuego que había diseñado, la propia Ana disfrutó convertirse en bocado del animal que ella misma parió; como aquel escorpión que clavó su aguijón en su espalda dignamente, prefiriendo morir por sus propio veneno antes que ser asesinado.