Decidí, pues, dejar de pagar el precio de las cordales en pequeñas cuotas de mordiscos diarios y cancelarlas de contado en una sola cuota. Visité el odontólogo con la firme intención de zafarme de ese mal.
Me tumbé sobre la camilla de torturas. Abrí la boca convencido de mi hazaña, soportando sin mayor dolor la invasión de la anestesia local en las encías y el paladar. Me habían dicho que la primera cordal salía con facilidad; dos, tres giros con las pinzas y afuera: un espécimen brontosauriezco que no habría alcanzado a cerrar sus tenazas dentro de la encía. Lo que me esperaba no era ni similar al mito de la primera cordal; en cuanto abrí la boca, ella estaba ahí, con su risa inherente a su condición de muela.
El doctor, hasta entonces amigo cordial, sujetó con fuerza la parte expuesta de la muela y la giró una, dos, cinco, nueve veces; la sacudió hacia arriba y hacia abajo, acomodó sus pinzas sobre mi labio inferior e hizo palanca para desenraizarla. La muy oronda seguía riéndose en mis adentros y el doctor empezaba a sudar.
-Vas a sentir fuerza, pero no dolor -dijo. Ahora no sé si el comentario era una especie de complicidad con mi muela burlona o una anticipación de su perfil psicópata y mentiroso. Tomó un instrumento como la cierra eléctrica de los elfos y lo presionó sobre la muela. Los trozos de polvo blanco se estrellaban contra su careta ensangrentada y un sabor amargo se me escurría por la garganta. Yo pataleaba en la silla de torturas y recordaba los presos políticos del holocausto mencionados por mi padre en sus conversaciones clandestinas con mi tío; pensé en Hitler como una víctima del odontólogo, que para infortunio de la raza tuvo que haber sido judío y haber jodido a todos los demás que se cruzaran en su camino; para entonces yo no entendía muy bien el cuento de las guerras y me parecía una causa más seria el deseo de venganza contra un odontólogo por una muela mal sacada que la pureza de una raza.
El doctor tomó unas pinzas más precisas y extrajo una pequeña partícula de hueso esmaltado y ensangrentado. –Tienes buen calcio en los dientes–dijo. Entonces pensé en mi madre y en el cepillo y la crema de dientes. Si no hubiera ingerido toda la leche que se me obligó a tragar mis dientes serían una astilla débil y fácil de arrancar; si el cepillo de dientes no hubiera estado dentro de mi boca puntual después de cada comida, a lo mejor las cordales ni hubieran crecido y estaría en mi casa tomándome un té con mis amigos judíos.
Antes de tener tiempo de condenar mi alma maldiciendo la leche, el cepillo y la crema dental, el doctor volvió a introducir la pequeña cierra eléctrica y serruchó la muela sin penetrar más allá de la corteza; mi pie saltó por un reflejo automático y todo el instrumental quirúrgico se fue al suelo. Yo pensé en tomar el bisturí y ponerlo sobre el cuello del doctor o de alguna de las enfermera; quizás la hermosa recepcionista que me recibió el carnet tenga más relevancia frente a las cámaras de televisión; el plan después de secuestrar a los rehenes consistiría en solicitar un helicóptero piloteado por un guerrillero con rumbo a Cuba, donde un gobierno socialista me pusiera en igualdad de condiciones con el odontólogo y yo pudiera acostarlo en su propia camilla y extraerle una a una las muelas que le quedaran, utilizando métodos algo más rudimentarios; seguro que mi idea era más sensata que tirarse en ristre contra la raza entera del odontólogo, ¿Qué culpa tiene la raza de haber parido un representante odontólogo?
Ante una mirada cómplice del doctor, un par de enfermeras me sujetaron por los hombros como si hubieran adivinado mis intenciones psicópatas. El doctor sujetó mi mandíbula inferior con una pinza de aluminio y la superior con todos los dedos de su mano enguantada, aplastó su rodilla sobre mi estómago y escuché sus maldiciones mentales como gritos vociferantes que no atemorizaron mi muela despedazada. Las enfermeras me sujetaron a la camilla de torturas con cintas de esparadrapo y metros de gasa; yo era una momia sin embalsamar a punto de vomitar las entrañas por una muela que se negaba a salir. A mi alrededor se amontonaban las miradas curiosas de la recepcionista, los doctores, los enfermeros y los demás pacientes, vivos y muertos porque mi condición de momia adolorida me ponía de ambos lados al mismo tiempo.
Un “crack” silenció todos los esfuerzos y un frío de ultratumba me entró por la muela y se me alojó en la corteza cerebral. En medio de ese silencio cómplice se contorsionaron las caras que se asomaban una a una adentro de mi humanidad; imaginé que ya no era una momia sino un ataúd con la boca abierta al que los deudos se asoman para visitar por última vez al muerto. No descansé.
-Vamos a tener que rajarte. –dijo el doctor mientras levantaba la muela fracturada que había decidido dejar sus raíces enclavadas en mi encía. Se me desorbitaron los ojos cuando el bisturí entró por la boca del ataúd y despertó el muerto que llevaba adentro. Un grito congelado se desprendió de mi garganta y atravesó la lengua en el camino del bisturí; mi grito se silenció… o se ahogó en sí mismo, no sé. Afuera, el grito se había propagado como un virus infectando a los demás niños en la sala de espera. Imaginé a la secretaria amordazándolos con cintas y gasas y deseando estar secuestrada en Cuba bajo las órdenes de un niño psicópata pero a salvo del resto de la infancia histérica gritando en su sala de espera.
El doctor apartó mi lengua con una paleta de madera y soportó la hemorragia sobre su careta por el eterno segundo que duró la incisión quirúrgica. Luego introdujo su pinza milimétrica y retiró la primera raíz, que se doblaba como una uña de bruja dentro de mi encía; siguió halando y arrastró las otras dos raíces, amarradas a la primera por un delgado hilo elástico que el doctor identificó como “el nervio”.
Ves, eso era todo. –Exclamó el doctor mientras asomaba sus esmaltados dientes blancos por la ventana de sus labios entreabiertos.
Al salir, mi mamá me esperaba sentada en una sala llena de niños incomprensiblemente plácidos, recostados en el regazo de sus madres. Ninguno de ellos alcanzaba a sospechar en mi mirada la tortura a la que serían sometidos, como no lo sospeché yo con el niño que me precedió.
-Ya no volverá a morderse, hasta que le salgan las cordales y tenga que volver. –amenazó el doctor.
-¿cómo así, no eran las cordales? –preguntó mi madre.
-No. –y volvió a asomar la dentadura que yo memorizaba para destrozarla en mi próxima visita.
–A su edad no salen las cordales, sólo era una muelita de leche mal acomodada.
Yo miré a la secretaria y ella me sonrió; ya no tenía la cara contorsionada y parecía más bien amable. Memoricé su cara, la del doctor, los pasillos, las salidas de emergencia, la ubicación de los baños… En silencio, empecé a planear la toma del consultorio odontológico que ejecutaría cuando me empezaran a salir las cordales.
Julián Espinosa